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“En el
ocaso”
- …Entiendo don José, lo entiendo
profundamente y sé que me está hablando con la mayor sinceridad posible.
Es mas, lamento que usted mismo esté
pasando por ese predicamento; que por lo demás debe ser muy duro.
Por sobre todo como ha sido usted de
bondadoso y diligente con sus propios hijos y es muy triste que a estas alturas
de su vida; esté padeciendo esto… - Carlos no quiso terminar su frase…Pero en
verdad se sentía muy colérico por dentro.
¿Cómo puede ser posible que “esos”
hijos suyos lo mantengan en este abandono…?
Y no era que su papá necesitara de
ellos para poder mantenerse.
¡No!
El pobre viejo seguía trabajando como
si aun tuviese la carga de esos hijos.
Es mas, él mismo era consciente de
cómo cuando alguno de ellos le llegaba con “su llorona” de que requerían dinero
o para pagar sus deudas, o para saldar las mensualidades vencidas del canon de
arrendamiento de sus propias viviendas… ¡Tantas y tantas veces!
…Y el pobre viejo salía corriendo al
banco y sacaba de sus propios ahorros y les llevaba no solamente para pagar las
deudas contraídas, sino también para que pudieran hacer sus mercados y de paso
les llevaba chucherías y regalos a sus nietos.
Pero…
¿Por qué se olvidan así de esa forma…?
…Era un misterio. Si por lo menos una
llamadita: Viejo ¿Cómo estás? Por acá estamos todos bien. ¡O algo parecido!
Pero nada…Cero llamada.
Y al contemplar a ese anciano, tan
preocupado…
¡Es que no lograba comprenderlo!
- ¿…Pero es que este teléfono está
malo…?
Pensé que como me lo pasaba fuera de
la casa, a lo mejor alguno de ellos me requiriese y fue cuando compré este
celular…Ya sabes para que si se querían comunicar conmigo… ¡Poder hacerlo!
…Pero no entiendo… - Don José había
llevado su celular a la tienda de Carlos, ya que se encontraba inquieto.
Porque no recibía ninguna llamada de
parte de alguno de sus hijos.
- Me preocupa, ya sabes Carlos, puede
enfermarse alguno de mis hijos o alguno de mis nietecitos…Son tan pequeños.
Pero la verdad es que no me han
llamado.
- Ya le dije don José. Ya le he
chequeado su celular y está bien.
- …Y entonces: ¿Por qué no me llaman?
- ¿Ah, ve…? No sabría responderle. – Con mucho pesar le
respondió de esa forma.
Le tocó contemplar al viejo roble,
como agitaba el aparato. Lo prendía. Lo apagaba.
Presuroso buscaba algún mensaje…
¡Nada!
- ¡No sé de mala vida mi don! Ya lo
llamarán.
Cuando tengan algún apuro: ¡Lo
llamarán!
El hombre de edad, lo observó en
silencio.
Durante largos minutos no le quitó su
mirada pesada, Carlos temió que se le había ofendido y que con seguridad…Algo
le iría a reclamar. Pero no fue así. Suspiró de alivio.
Y hasta pensó: …Debo ser mas
cuidadoso. El viejo se me molestó, pero es tan educado que prefirió no salirme “con
una de las de él”
La mirada pesada, era ya cansada.
Agotada por tantas y tantas horas de
suplicio.
De soledad. De angustia.
Su mirada era una llamada de auxilio,
de socorro.
…Pero nadie la escuchaba.
Sus hijos se abocaban a sus cosas
cotidianas y se olvidaron que su padre requería de su presencia, pero no para
ser una carga, sino simplemente por ese calor humano, al cual durante varias
centurias él se había rodeado.
…Pero que en el ocaso de su vida…
Ya no poseía.
Esa soledad que en las postrimerías, pesan.
Duró varios minutos parado allí, en el
mismo sitio. Y luego como ya cansado de su cansancio, volvió su mirada a
Carlos, el amigo que lo escuchaba y lo atendía.
Y con lágrimas en sus ojos, se
despidió diciéndole…
- …La vida amigo mío…La vida te da
sorpresa. Siempre me habían dicho que en mi “Edad de Oro” iba a estar rodeado
de mis hijos y de mis nietecitos…Pero lo único que me rodea es…La muerte.
¡Adiós amigo! …Será en otra ocasión entonces. - Carlos
sintió un golpe en el estómago, su corazón se le ofuscó y quiso detenerlo,
consolarlo, entretenerlo.
…Pero no pudo. La evidencia era
demasiado abrumadora.
¡Esa soledad en verdad que lo
espantaba!
Aterrado, sus labios no quisieron pronunciar
ninguna palabra al amigo que ya había partido.
Le tocó verle partir. Un gran hombre
reducido por la fuerza de los años.
Sus pesados pies ya se negaban a
seguir cargando ese cuerpo cargado de sufrimientos, de vejaciones y de muchísimos
años que en hoy en día…
Lo torturaban.
…Ya me pasará a mí mismo también.
Y no seré una carga como tampoco lo es
don José…
Pero es que los hombres cuando
llegamos a viejo…
¡Olemos a aserrín quemado y orinado!
© Bernardo
Enrique López Baltodano 2015
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