Cachirulo
Sus secuaces, que seguían pendiente de  las andanzas de su jefe, así lo apreciaron.
Y viéndolo así, se acercaron rápidamente.
Y su jefe al verlos enfrente siguió parlando, pero cambió de tema al instante.
Alguno de sus hombres intentaban decirle, que ya su cliente desertó y que lo había dejado hablando solo…
Pero en verdad, ninguno se atrevió a informárselo.
Así que simplemente, se contentaron con ocupar el espacio ya vacío.
- ¿Por qué…Qué les pasaría a las personas como ustedes?
- ¿…Cómo nosotros, jefe?
- ¡Yo les doy trabajo! ¿O no?
- ¡Claro!
- ¡Yo les pago y muy bien! ¿O…No?
- ¡Sí, sí!
- ¿Alguno de ustedes está desempleado…Quién, ah?
- ¡Ninguno!
- ¿Están trabajando…Felices, o no?
- ¡Muy felices!
- Todos viven felices…Pero… ¿Por qué?
- ¿Por qué, jefe…?
- ¡Porque yo los guío!
Y los guío muy bien.
¿O no?
- Sí, sí…
- …Y además, todos están felices conmigo.
¿No son felices conmigo…O no?
- ¡Muy felices, muy felices!
- ¿Acaso no somos como una familia, o no?
- ¡Sí, sí!
- Por esa razón…Muchos quieren venir a trabajar para mí. ¡Son muchos!
- ¿Verdad, jefe? – Preguntó inocentemente El Gordo
Y de una forma muy violenta e inesperada, el magnate, sacó su navaja y la esgrimió amenazándole la inmensa panza a su subordinado.
El pobre Gordo tuvo que brincar todo su andamiaje grasiento a una súper velocidad, ya que su mentor se la lanzó por medio de su panza.
¿De dónde habrá sacado ese ser tan gordo y pesado  esa agilidad casi gatuna?
Su esfuerzo no fue  efectivo, ya que la filosa hoja logró entrar en su panza. 
Allí quedó plantado enfrente de su atacante a escasos dos metros y pico.
¡Se salvó de chiripa!
Todos se quedaron en una sola pieza.
Instintivamente retrocedieron…Por si acaso.
Esa reacción inesperada y sorpresiva, los dejó sin aliento.
Sin poder evitar chequeaban a su compañero del cual brotaban torrentes sanguíneos, a pesar de que con sus propias manos intentaba frenarlo, no lo lograba.
- ¿Quién se atreve a dudar de mi palabra? – Y en la medida que lanzaba su pregunta, hundía sin misericordia su navaja hacía un atacante imaginario.
El Grasiento estaba lívido.
Sin podérselo creer del todo, pero allí estaba brotando abundante sangre y era la de él mismo.
Se la contemplaba pero sin despegar ni un micro instante su atención a su atacante y sorprendido le dijo:
- …Jefecito…Me está matando… - Chilló suplicante el pobre Gordo, en la medida, que se inclinaba por efecto del dolor ocasionado.
- ¡Mis enemigos mueren como unas ratas asquerosas!
Su atacante, ya no lo  miraba.
Sus ojos inyectados en sangre, estaban puestos en sitios incógnitos.
Ninguno de los presentes, se atrevió ni siquiera a respirar.  
Al transcurrir unos segundos preciosos, el atacante, se reía a todo pulmón.
Primero, con respiración entrecortada.
Y luego, a grandes bocanadas.
Y así como cuando hizo unos segundos antes, volvió a su posición de doctor en una amena charla instructiva.
Como pudieron  y tratando de no ocasionar un nuevo ataque, lograron sacarlo de su vista.
El herido  se inclinó hacia su dolor, cayendo al suelo. Pronto  sus compañeros, trataron de auxiliarlo.
Y en la forma más silenciosa posible, se lo llevaron.
El atacante, tan solo se echó a un lado.
Sacó su navaja y la limpió con un trapo sucio que sacó de uno de sus bolsillos.
Y de la manera más natural posible, continuó con sus enseñanzas a su grupo cautivo:
- Por eso es que se los digo: ¡Pórtense bien!
Y no me hagan enojar.
Miren que yo tengo una paciencia infinita…
Pero cuando, se me portan mal…

¡Los mando al carajo! 

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